La desesperación de los venezolanos varados en la frontera de México que no pueden entrar a EE.UU.
Cuando creía estar acostumbrada a las despedidas, Estefanía* dejó atrás a Toby, el pitbull que la acompañó durante su estancia en Colombia, donde vivió por cinco años tras emigrar de Venezuela.
Su madre falleció cuando tenía 12 años. Vio por última vez a su padre el día que abandonó Caracas, y el hermano se quedó en Bogotá hace dos meses, cuando Estefanía emprendió la travesía por tierra hacia Estados Unidos con un grupo de 21 personas, y una fantasía que prefería guardarse para no pecar de infantil: conocer Disney.
Ahora vive en un campamento improvisado de migrantes en Ciudad Juárez, a donde llegó dos semanas después de que el gobierno del presidente estadounidense, Joe Biden, anunciara el cierre de la frontera con México para los venezolanos, con el objetivo de «abordar la migración irregular más aguda y ayudar a aliviar la presión sobre las ciudades y estados que reciben a estas personas».
La venezolana de 26 años superó la primera noche a la intemperie, a 4 grados centígrados, vestida con un jean y un delgado suéter de algodón rosado que recolectó de las donaciones que hacen organizaciones y habitantes de Ciudad Juárez desde que los venezolanos se instalaron en las márgenes del Río Bravo, frente al muro que construyó el gobierno de Donald Trump en El Paso, al sur de Texas.
Ciudad Juárez es uno de los cinco puntos de la frontera mexicana que recibe a los venezolanos expulsados por las autoridades estadounidenses desde el miércoles 12 de octubre de 2022, cuando se anunció la nueva medida migratoria.
Más de 150.000 venezolanos ingresaron a territorio estadounidense a través de la frontera con México durante el último año fiscal, un aumento de 293% con respecto al año anterior.
Hasta septiembre de este año, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados ha reconocido el 94% de las 8.665 solicitudes de estatus de refugiados que ha recibido de ciudadanos venezolanos.
«Tu guerrera está bien»
A Estafanía le regalaron una carpa, confeccionada con una delgada tela de poliéster que la resguardaba del viento y el polvo. Desplegó sobre la carpa una pesada lona azul que encontró en la calle para hacerla más cálida, tomó un par de cobijas gruesas del puesto de donativos y logró dormir.
A medida que se acumulaban las donaciones, carpas de diferentes colores y tamaños se armaron como refugios para otros migrantes. Familias de seis personas se acomodaban en carpas para dos, aprovechando el calor corporal para conciliar el sueño.
Al día siguiente, Estefanía evitó comer los tacos y burritos picantes que repartían los voluntarios. Debía pagar 5 pesos cada vez que usara el baño en la tienda de neumáticos ubicada al otro lado del camino. Decidió tomar sopa una vez al día. Si disminuía las visitas al lavabo, podría ahorrar algunos pesos y pagar su turno para cargar la batería del celular en el mismo comercio.
«Quédate tranquilo, tu guerrera está bien», le dice a su padre cuando puede llamarlo. Le ha contado que disfruta de una amplia vista de Estados Unidos desde el lugar donde se encuentra, sin aclarar que duerme en una carpa.
No le ha dicho que las autoridades migratorias mexicanas la detuvieron dos veces antes de llegar a la frontera norte. «¿Quién te mandó a salir de tu país?», respondió un agente cuando protestó porque la comida tenía gusanos.
Tampoco le ha contado que solo 4 de los 21 compañeros que salieron con ella desde Bogotá para cruzar la selva del Darién y Centroamérica lograron llegar a Ciudad Juárez.
Al conocer la noticia de que no podrían entrar a Estados Unidos, los otros 17 se dispersaron. Unos decidieron quedarse en Costa Rica. Otros fueron detenidos por las autoridades migratorias de México o tomaron el camino de vuelta a Venezuela.
La duda
Desde la loma que habitan unos 600 migrantes, censados informalmente aquella mañana del viernes 28 de octubre por un venezolano, Estefanía observa a otros compañeros del campamento que atraviesan el Río Bravo y se entregan a las autoridades migratorias de Estados Unidos.
No se ha decidido a cruzar. Si la salud la acompaña, calcula que puede resistir 15 o 20 días más en su carpa de Ciudad Juárez, para dar tiempo a que ocurran las elecciones de medio término en Estados Unidos, previstas para el martes 8 de noviembre, que definirán cuánto apoyo tendrá Biden en el Congreso para la segunda mitad de su mandato.
«Tenemos la esperanza de que el presidente Joe Biden recapacite la decisión que tomó y nos dé una oportunidad a los que estamos aquí. Tengo el temor de que si cruzo, tenga esa mancha y eso me impida cumplir mi sueño».
Volver a Venezuela le resulta impensable. «Uno no puede extrañar algo que no existe. Y el país que yo dejé ya no existe».
Confiando en Dios
Los migrantes del campamento de Ciudad Juárez izaron una bandera de Venezuela y otra de México, delinearon con piedras un SOS gigante en el suelo y desplegaron pancartas para pedir la ayuda de Biden, visible para cualquiera que se asome desde la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza en El Paso.
Poco después del mediodía, Julieta baja la cuesta que conduce al río tomada de la mano de sus dos hijos, junto con su madre y su hermana menor, para entregarse y pedir asilo.
«Estoy confiando en Dios. Me levanté decidida, con la fe grandísima. Dios me ha puesto en el camino tantas cosas maravillosas que esto es de él y de nadie más», dice mientras se quita los zapatos y las medias para evitar resbalarse con las piedras lavadas por el agua.
Le pregunto si es consciente de que pueden ser expulsados. «Sí, claro. Nos dijeron que están dándoles prioridad a los niños«, responde la venezolana de 32 años. «Tenemos familiares de aquel lado que nos están esperando».
Al igual que otros migrantes, Julieta dejó las pocas pertenencias que le quedaron luego de atravesar el Darién. Una vez que se entregue, sólo podrá conservar el pasaporte, el teléfono, el dinero, y las prendas. Tendrá que tirar todo lo demás.
«Mi mayor temor es que me regresen más lejos, a otro lugar de la frontera. Si me regresan hasta aquí, perfecto. Sigo intentando y sigo luchando porque para eso salí, para luchar por el futuro de ellos», afirma rodeada por sus familiares.
Expulsados versus admitidos
Mileyde presencia el intento de Julieta de cruzar la frontera vestida con un suéter y un pantalón deportivo gris y unas crocs azules, la ropa que le dieron en el puesto migratorio en Estados Unidos en el que durmió una noche, y desde donde fue expulsada el día anterior.
«Nos llevaron a un refugio, no sé cómo llamarlo, una cárcel. Uno se siente como privado de libertad completamente. No tuvimos acceso a llamada, siempre con la puerta cerrada, siempre con las órdenes de los oficiales. Tuvimos una ducha y nos entregaron este uniforme».
Mileyde, su esposo y su nuera no han decidido cuál será su próximo destino. «Estamos a la expectativa porque está la opción de ir a Venezuela, aunque no es muy claro para nosotros». Su hijo ya está en Estados Unidos. «Quedarnos en México sería una opción, porque nos están ofreciendo 180 días para optar a un permiso de trabajo. Estamos pensándolo».
Un migrante que pidió el anonimato pronosticó que el campamento se mantendrá hasta que los carteles del narco mexicano que operan en Ciudad Juárez lo permitan. «Sabemos que el día que ellos quieran, nos sacan de aquí a plomo«.
Milena es uno de los pocos ejemplos de migrantes que han sido admitidos en Estados Unidos después del cierre de la frontera para los venezolanos. Cruzó a través de Matamoros, en el extremo oriental de México, junto con su hija, su hermana y su sobrina. La venezolana de 32 años pidió mantener su identidad anónima por temor a que su testimonio interfiera en el trámite del asilo.
«En todos los países nos robaban y se aprovechaban de nosotras. Todo el esfuerzo que hicimos para pasar el infierno de la selva y México no puede quedar en vano».